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lunes, 2 de noviembre de 2009

Voyeur

Tengo un defecto, aunque podría llamarlo una capacidad, y es que soy un poco voyeur.
Aunque no como los tipos que se pasean por descampados buscando coches con vaho, no he llegado a esos niveles de momento.
Mi voyeurismo es más abstracto, más meditativo. Es más de mirar a una señora llevando el carrito de la compra y seguirla con la mirada hasta que busca las llaves en el bolso, abre la puerta del portal y desaparece. Es más de irme enganchando a las estelas de lo que hay alrededor o utilizando el lenguaje técnico de mi madre, estar en babia.
Yo le explico a mi madre que no estoy en babia, sino en pleno despliegue cognoscitivo, que lo mío es pura capacidad analítica continuamente expuesta a miles de estímulos diferentes. Mamá, yo es que es como si mirara por las gafas de terminator todo el rato.
Mi madre me mira y se va, y el suspiro se le queda dentro porque tiene cosas que hacer.
Suelo seguirla para ver qué hace, pero ella me aspavienta con la zapatilla.
Creo que el mironismo mío viene de tanta afición a la tele, al cine o a los libros. Es que soy audiencia innata, espectadora por defecto de todo aquello que acontece a mi alrededor. Ya ven que me meto en sus vidas con toda mi cara leyendo sus blogues y que sólo escribo el mío de pascuas a ramos. He llegado a la conclusión, casi como Lennon, de que la vida es aquello que les ocurre a los otros mientras están ocupados haciendo planes, y es la mar de divertido.
Por otro lado, de tanto mirar, con el tiempo he ido adquiriendo un sentido estético de la realidad que me hace admirarla o repudiarla según la forma que tome. Tiene algo que ver con mi dignidad.
Quiero decir que por ejemplo, en el supermercado una señora se agacha y muestra a la audiencia que su idea de leggin o pantalón pitillo tiene más que ver con unos pantys y que aquello que muestra, oh, horror, dolor, estertor de muerte, son efectivamente sus bragas a través de unas medias de brillo y eso me indigna como para un duelo al amanecer.
A cambio, mi capacidad me da la oportunidad de tomar la belleza de sitios insospechados, como un ladrillito de piscina, un cromo de fútbol o unas gafas de pasta de colores.
La mayor parte del tiempo no me conformo con ver y analizar con mis gafas terminator todo lo que tengo a tiro, sino que además añado cosecha propia y razono destinos lógicos o estéticamente adecuados a cada cosa, persona o animal del gran casting que es mi ojo escrutador. Suelo equivocarme de plano, por lo que he podido comprobar, porque la realidad supera a la ficción sobre todo en mala leche. La vida tiene peor condición que yo para otorgar destinos.
Alguna vez me he preguntado si habré escarmentado alguna vez en cabeza ajena. Supongo que muchos de los consejos que doy con alegría nunca los recibí y que algunos de los casos clarísimos de inmoralidad o de reprobación con chasquido de lengua están cogidos con pinzas porque nunca supe que se sentía en tales casos. Pero aún así supongo mejor imaginar cien latigazos que recibir uno. Debería trabajar en la ONU.
Luego está la parte física. El movimiento, el sonido y la combinación de ráfagas de aire caliente ascendente con rejillas de metro, por ejemplo. Hay gente que camina requetebien y que te dan ganas de seguirlos un trecho, sólo por seguir. Pero eso ya roza lo ilegal o lo patológico y hasta ahora no he cedido a estos oscuros instintos. Pero sí que soy de las que gira el cuello cuando alguien me recuerda alguna figura de Botero, a Alaska  o a Romay, siempre por amor a la ciencia y por deducir como funcionarían las leyes físicas. A veces me gano algún codazo para que no sea tan descarada, pero oye, es que el mío es un descaro genial, ¿o es que alguien le dijo a Picasso que dejara de mirar a esas putas sifilíticas, que se podían molestar? No entienden que estoy en medio de un proceso de análisis científico cuando pasa junto a mi un patinador en el paseo marítimo. Quiero decir que veo el movimiento antes que el cuerpo movido (aunque ahí no lo apostaría todo porque a veces elijo con mucho tino el cuerpo movido, misterios de la neurología) y me recreo en el vaivén de los brazos o en el ir y venir de las piernas. ¿No es bonito? ¿no es todo jodidamente bonito?
Os pillé. No. Mi larga experiencia en el campo de la observación, igual te digo una cosa que otra, ha hecho aumentar mis miedos llevándolos a su paroxismo, como la protagonista de rec desde que se entera que a lo mejor tienen que quedarse a cenar allí. Gritos e histeria.
Eso ocurre sobre todo por la noche. Salgo de casa. Una chica aporrea una cabina y le grita a un auricular que acaba de colgar. Un perro se escapa a toda leche y un tipo corre detrás de él a gritos. Me cruzo con un hombrón enorme que emite ruiditos extraños. Por la acera de enfrente un señor avieso en chanclas me mira con un brillo psicópata en los ojos mientras tira la basura. Un grupo de niños está sentado en un banco (ahí paso verdadero horror) y gritan y se tiran pipas y se empujan. La calle es dañina, me digo, y aprieto el culo camino de casa porque sé que algo horrible está ocurriendo en algún lugar.
Y ahí es donde dejo de mirar, y si pudiera echaba mano de un cojín para taparme la nariz. Lo desconocido se esconde donde ningún ojo lo encuentra.

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