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martes, 8 de diciembre de 2009

Ganas de creer

Dicen que la vida coloca a cada uno en su sitio pero eso no es probable, ni será justo.
Es como confiar en que la vida colocará la pelotita que da vueltas en el 22 negro, donde se apilan tus últimas fichas de colores.
Muchas veces he pensado que la fe es cosa de vagos o de inocentes niños a la puerta del colegio murmurando mi mamá vendrá a recogerme.
Pero de algún modo todos tenemos fe.
Recuérdense hablando de amor o de futuro o de suerte. Verdaderamente en esto estoy con la iglesia: la fe es un don. Muy mal repartido.
Cuando era pequeña era tan pequeña que no me cabía la más mínima duda (perdón, no lo pude evitar) y todo encajaba como en los rompecabezas con un suave sonido de deslizamiento, de perfección.
Los cielos eran azules y cuando no lo eran, eran de un gris hermoso e inabarcable. Cuando llovía lo hacía con toda su pureza, como si no fuera algo más, como si eso fuera la Lluvia.
Y Dios era Dios, como nunca lo fue para otra persona. Cuando de pequeña pensaba estas cosas pedía perdón de inmediato para no pecar de soberbia. Ahora puedo ser mil cosas pero no soberbia, aunque reconozco lo mucho que lo fui a los 10 años.
En el columpio llegaba al cielo y le hacía cosquillas a Dios en su bonachona barriga.
En la iglesia los haces de luz eran la mirada de Dios sonriéndome, y los aromas dulzones su aliento.
Qué paso.
A mi no me pregunten, llevo años intentando saber qué fue de mi inmortalidad, si la dejé olvidada en un banco del parque o en los escalones de un portal.
En cualquier caso, mi intención inicial no era sólo hablar de Dios, sino de su mediocre sustituto, el destino, o la vida, como decía antes.
Descanso en brazos de la vida esperando que me llegue el turno. Tengo un papelito doblado en la mano que me indicará cuándo ha llegado mi momento, pero está tan manoseado que la tinta se me ha pegado a los dedos y ya no se lee nada. Sólo es un papel viejo que ya no significa nada, aunque sigo guardándolo en el puño con el empeño del niño que espera en la puerta del colegio. ¿Cuándo me dirán que llegó mi momento? ¿Cuándo me dirán qué es lo que he estado esperando tanto tiempo, para qué vine hace tanto ya?
Empieza a molestarme estar tanto tiempo sentada sobre las manos de la vida y me muevo incómoda, buscando la manera de llevar lo mejor posible esta posición tan desagradable. Tengo algún cojín, una mantita para las noches y algunos tebeos para leer, para no pensar que estoy esperando sentada en las manos de la vida.
Se me ha pasado el turno, empiezo a barruntar.
Ese de ahí llegó más tarde que yo y ya le han llamado. Creo que se me cuelan.
Creo que esto es un timo, que estoy perdiendo el tiempo, aunque no tenga nada mejor que hacer.
Lanzo miradas furtivas a los que esperan a mi alrededor y sospecho que están tan perdidos como yo. Alguno se rasca la nuca inquieto, se pasa las manos por la cara, se desespera. Alguno se levanta para intentar entrar pero le rechazan, tú no o tú todavía no. En fin, somo muchos, alguno se quedará sin entrar.
Nadie piensa que será él.

Pienso en Dios un poco y cómo en sus manos me balanceaba como a la sillita de la reina; cómo me quedaba con él y ningún otro momento tenía que llegar. Y no deja de ser irónico que cuando creía en el cielo no pensaba para nada en él.
¿En qué creen ustedes? ¿O en qué creyeron? ¿A qué están esperando, qué imaginan tras la puerta, tras la llegada del sentido?
Tal vez alguno me avive la fe con un soplido vivo y sólido sobres las ascuas, que haberlas haylas.