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viernes, 5 de febrero de 2010

Hábitos saludables

Después de haberme tomado una vacaciones de diputada en los fueros bloguiles, retorno como el hijo pródigo con los ojillos brillantes y el moquillo acuoso amenazando en la punta de la nariz para decir: es cierto, no había vida ahí fuera.
Ni fun fun, ni fan fan. Me he quedado con los forros de los bolsillos por fuera y sólo he conseguido algún pijama y un eau de toilette. Retomo, pues, los saludables hábitos que un día me trajeron por aquí, para despejar la mente y serenar el espíritu, que el cuerpo... lo del cuerpo va a necesitar algo más parecido al entrenamiento de los swat para recuperarse a sí mismo.
Ayer sin ir más lejos, después de pegarme tres horas ininterrumpidas tirada en el sofá y al caer en la cuenta de que estaba viendo la teletienda que la tdt ha descubierto para todos y no sólo ya para los insomnes,  me decidí a levantarme, arrancarme de sobre mi piel la cálida y maternal mantita y calzarme los tenis que (en otro arranque vespertino de liberar todo mi potencial físico) me compré en el decathlon por tres perras.
Había sido objeto, como al poco descubrí, de una especie de hipnosis comercial de un producto llamado twister gym o una cosa así, que ejercitaba abdominales superiores, inferiores y oblicuos, así como los glúteos y los muslos con un sencillo giro-pedaleo que me recordaba levemente al baile del saturdaynight, pero quedándose siempre en los dos primeros movimientos.
¡10 kilos en 2 semanas! ¡14 centímetros en un plis! Una vitalidad arrolladora y una mucho mejor iluminación en el "después" que en el "antes" me animaron a hacer algo por mí misma.
Decidí irme a correr.
Primero calenté un poquito en casa; ya saben cuán ridículo es este procedimiento de hacer girar todas las articulaciones girables y estirar los músculos estirables, así que me cuidé de no hacerlo cerca de una ventana. Pero teniendo en cuenta que mi piso solo tiene un salón y una habitación propiedad de mi cama, no me quedó otra que hacerlo justo delante de la terraza para solaz o asombro de mis vecinos. Al menos se ahorraron el descubrir la cantidad de ruiditos que esconde un cuerpo humano tras cada articulación, sobre todo cuando hace mucho que una lo que es girar, gira poco.
Tras decepcionarme un poco con los ruidos de barco fantasma que mi cuerpo producía, me acoplé los auriculares en las orejas y emprendí mi viaje a lo desconocido, con mis tenis blanquitos seminuevos a estrenar, mi pantalón reciclado de un chandal del instituto y mi camiseta favorita de no hacer nada.
El primer escollo lo salvé en el último segundo cuando ya estaba en la puerta del ascensor. Las cosas hay que hacerlas bien o no hacerlas, así que me obligué a bajar las escaleras. Cuando terminé de bajarlas me sentí aliviada al notar que mi respiración seguía normal. Hasta aquí bien, me dije, dos pisos bajados como una campeona y ni siquiera se me ha salido el flequillo de la horquilla. Esto es pan comido.
El segundo momento de conflicto era el momento de dejar de caminar para empezar a trotar.
Trotar, el verbo en sí, ya es humillante y tiene connotaciones de cuerpo botando que si uno se lo imagina a cámara lenta... pero eso ya es ahondar en la herida.
Me dirigí sin dilación pero con algo de vergüenza, botando, a la zona residencial por donde no pasa ni el tato y que, siendo cuesta abajo, me animó bastante a no cejar en mi empeño de llegar incluso a disfrutar del momento.
Para cuando llegué al paseo marítimo, para qué engañarnos, me arrastraban un poquito los pies. Parecía que había pasado una eternidad pero acababa de terminar la canción que empezó en la puerta del portal, así que a lo más había corrido 4 o 5 minutos. Un taxista me dió ánimos creo, pero no le oí nada porque para eso y sólo para eso están los mp3.
La primera pareja que me crucé no pareció darse cuenta de mi incipiente asfixia, pero en la segunda ya noté yo una miradilla furtiva, conocida para mí por haber sido cura antes que fraile, de esas a las que luego sigue un comentario en plan "no veas cómo va esa". Cuántas veces habré yo mirado de igual manera...
Y me empecé a estresar. Ya precisaba de un clinex urgentemente cuando me crucé con unos viejitos ingleses, y luego con dos chicas en chandal y luego con un señor con gorra de abuelo... La progresión aritmética que seguía la alarma en sus rostros me llevó a imaginar que cuando llegara al castillo a donde me propuse llegar me estaría esperando una uvi móvil gentilmente prevista por alguno de mis vecinos de paseo. El último con el que me crucé ya se paró y me siguió con la mirada esperando el inevitable desmayo que sin duda iba a tener lugar, pero no. No! Llegué hasta mi castillo, roja pero del rojo este enfermizo que lo es por contraste con las zonas pálidas que son del pálido más enfermo que hay, y allí me doblé y apoyé las manos en las rodillas, hecha polvo, con un saborcillo a hierro en la boca y deseando que efectivamente hubiera por allí escondida una camilla que me llevara directa al hospital. Pero al seguir, ya caminando, me invadió la euforia, cual rocky en lo alto de una escalinata, y casi me pongo a correr de vuelta, si no fuera porque mi cuerpo me mandó a tomar viento a la farola con pequeñas contracciones musculares que cualquiera hubiera interpretado como un ¡pero por qué!
Me fui caminando a casa (ahora cuesta arriba) con cara de haberme asomado a la puerta del infierno y haber vuelto (corriendo), pero bastante satisfecha de haber puesto mi organismo al borde del colapso.
Si me lo preguntan, en casos como estos es cuando queda claro que, al contrario de lo que pensaban los griegos, cuerpo y mente van cada uno por su lado y por eso el cuerpo se venga cuando la mente le aprieta las tuercas y su venganza es un plato que se sirve frío. Agujetas, lo llaman, pero yo sé que es el odio que mi cuerpo en estos momentos siente por mí.