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lunes, 8 de agosto de 2011

En el tren

Tengo un coche viejuno y ruidoso que resulta ser un eficaz medio de transporte como he podido comprobar en varias ocasiones. A veces, por problemas ajenos a su condición porque es un buen coche, me ha dejado tirada en distintos puntos de Málaga y provincia. Bien es verdad que en el momento invoco a espítirus malignos para que se lo lleven al infierno, pero cuando es finalmente la grúa quien responde a mis demandas y al cabo se lo llevan a ese infierno de los coches que debe ser un garaje de coches rotos, tal como se lo están llevando voy yo haciendo  pucheros y me siento vil y malvada, y abandonada también, es verdad, pero sobre todo ruin. Al fin y al cabo era un eficaz medio de transporte.
Pobre coche.
Cuando pasa la culpabilidad y hablas con el mecánico empiezas a pensar que gracias a Dios existe la seguridad social, porque si todos dependiéramos de médicos malvados y engañifes y sacacuartos como los mecánicos, todos estábamos muertos o durmiendo bajo puentes. Qué voy a contar que no sepáis de los mecánicos, son una raza, como las peluqueras, las francesas de mediana edad, o los funcionarios de la administración. Lo que pasa es que son de nuestra misma especie y eso les hace más peligrosos. Si al menos Dios hubiera tenido las luces de Tolkien y los hubiera hecho más identificables, nos ahorraríamos las sorpresas.
Como cuando mi hermano me dijo que su novia era peluquera. Ay qué bien, pensé. Por fin una peluquera a la que podré explicar con libertad lo que quiero que me haga y que no hará lo que le salga del santísimo moño. Fatal error, la verdad, mi cuñada tiene una peluquería ahora que va a pisar su prima Rita porque aquí la que les habla ya ha tenido experiencias variadas como tintes de colores. Luego resultó que su hermano, de mi cuñada, mi concuñado exactamente, era mecánico, lo que prueba mi teoría de las razas a nivel genético.
Y allí, another fatal error, llevé a mi pequeñin enfermo de la culata para que me lo mirara y chequeteara con el fin último de seguir tirando milla y haciendo ruido a lata durante tanto tiempo como fuera posible.

El lunes te llamo, me dijo. Era jueves. Bueno, pensé, es justo. Los mecánicos no trabajan los sábados, su religión debe prohibírselo, así como pronunciar correctamente todos los sonidos de las palabras o mirar directamente a los ojos. Supongo que si lo examina el viernes concienzudamente y medita el sábado, dejando el domingo para el descanso del guerrero, el lunes es un buen momento para recibir la fatal noticia del fallecimiento de todo el preciado mecanismo o la no menos fatal noticia de su costosa reparación. Pero el lunes no llamó, qué concuñado este más despistado, debió olvidarse.
Había yo tenido ya contacto durante unos días con el siempre sorprendente mundo del tren de cercanías, del que me alejo y al que vuelvo como el mar a la aldea mediterránea de Serrat, siempre con funestas consecuencias para mi bienestar emocional. O su búsqueda incansable.

Pero un par de días en el tren apenas hacen mella, salvo por perder cada día el triple de tiempo del acostumbrado en llegar a los sitios. Al principio hasta gusta, porque es más épico, más de película, si hacemos una elipse en cuanto a cómo has conseguido el sitio junto a la ventana y pasamos directamente a la escena en la que, barbilla en mano y codo en ventana, miras al otro lado sin importar lo que ves (porque si te importara lo odiarías) y pones en tu mente como banda sonora "everybody is talking at me, I don´t hear a word they´re saying... only the echoes of my mind...". Algo así. Y también puedes imaginar que alguien se ha enamorado de ti en el tren, como cuando una es adolescente y se enamora 300 veces en un día, sin mayores consecuencias.
Pero este efecto casi placentero suele durar sólo un par de días.
El lunes de la no-llamada, me posicioné en el andén justo antes de que empezara a sonar el tracatrá del tren, porque todo hay que decirlo, puntual es puntual que te cagas. Minuto trece, guardo el libro, minuto catorce  me deslizo junto a la columna del final del andén, minuto quince llega el tren y se para generosamente en el mismo punto, centímetro arriba, centímetro abajo, que ayer a la misma hora. ¿Qué tenéis que decir a eso, ingleses? Mi ya legendaria xenofobia me trae a las mientes que sí, mucha puntualidad inglesa, pero allí os da el sol por un colador, coméis rubbish y llueve todo el rato. Y sí, el tren llega a su hora aquí. JA.
Lo mágico ocurre entonces. Cuando llega el tren, digo. No todos estamos allí a la misma hora, ¿no es así? ¿Pero acaso hemos hecho cola, como en el autobús? No ¿Se respetan los turnos acaso? Imposible. Comienza la danza de entrar en el tren. Suena el pitido inicial mientras salen los que salen y se posicionan los que esperan entrar. Comienza el juego. Uno casi se cuela por la izquierda que está muy mal visto, es como un fuera de juego; tampoco hay que tocar a nadie, alguien podría fulminarte con la mirada y caerías en desgracia. Tampoco hay que avasallar a las señoras mayores, hay más bien que cubrirlas en posición de defensa y en la medida de lo posible girar en torno a ellas, para adelantar en ataque. Si dudas a la entrada entorpeces el juego y puedes ser de nuevo fulminado por lo que debes dirigirte hacia adelante, donde quiera que ello te pueda llevar, tal vez a un sitio libre, a ser posible en dirección de la marcha del tren, aún mejor si puedes ir junto a la ventana, mejor aún si no tienes a nadie a tu lado, pero el golpe supremo es no tener a nadie alrededor. Eso es una vida extra. A veces se da el caso de que el dirigirte adelante convencido de tus posibilidades te lleve a un callejón sin salida: perdiste sitios que pudiste haber ocupado y ahora no hay vuelta atrás. Te agarras a la barra y sabes que hoy ya nada puede salir bien. Esos días son horribles.
Por lo demás los viajes en tren son agradables. Normalmente se puede leer o se pone uno los cascos y no se entera, pero a veces, sólo a veces, los destinos de todos los individuos se fraguan a fuego lento en un vagón, como en Perdidos, y todo puede ocurrir. Pero yo no voy a contar nada de eso, la verdad.

Como el lunes no me llamó, le llamé yo el martes. Me pasa que siempre que tengo que coger el tren vivo en la intranquilidad de que ese día definitivamente voy a perderlo. Como norma he cogido la sana costumbre de no mirar el reloj hasta que llego a la estación, lo que me lleva a un frenesí de prisas y agitaciones nerviosas, sudores, calambres en las espinillas e insultos mentales a señoras con perritos y niños que no saben por donde van, a pesar de tener ya casi dos años. También contribuye a mi estrés autoinducido el hecho de que el móvil va unos 5 minutos adelantado (no lo he comprobado fehacientemente porque eso haría que perdiera su mágico efecto), con lo que al llegar a la estación aún tengo unos 10 minutos para descongestionarme, beber un poco de agua y llamar por teléfono a mi con-mecánico a ver que tal va el coche.
- Pues le tengo que mirar la culata.
¿Y qué has estado haciendo?- pienso
- Vale, cuándo me dices lo que sea.
- Mprff , eso hay que... eso es de levantahlo... (-) vé luego si (-)... no sé lo que vachá de tiempo. (-) llamo mañana y ya (-) digo a vé.
-(Silencio).
-¿Vale?
- Vale vale.
No tuve tiempo de pensar porque el tren llegaba y todavía no había calentado cuello y hombros. Pero a la vuelta, por la noche, cuando el tren es más triste porque las ventanas sólo reflejan el interior, me acordé de mi familia con-política con saña y rencor.
Al día siguiente resultó que no me llamó. Me había leído ya dos libros y había estado meditando acerca del exceso de población en la zona cuando al día siguiente le volví a llamar.
- Mecánico, ¿qué?
- Pues mira..
- (Silencio).
- No te lo he podío mirá.
Hio puta, pensé.
- ¿Y entonces?
- Mira, yo le voy a hacé (-) y cuando eso (-) yo te retifico la culata le pogo lo maguitos (-) se quea  nuevo, pero claro (-) te via cobra poco (-) y luego yo te llamo. ¿Te parece?
- (Aturdida). Yo lo que tú veas, mecánico. A mí el coche me hace falta, la verdad, pero lo que me interesa es que se quede bien.
- Aro, aro. Eso es lo que yo te digo que al finá (-) (-----) y te llamo.
Y no me llamó, estaba claro. Llegó el viernes siguiente (el segundo viernes sin coche) y era principio de agosto. Este fin de semana pasado. Yo trabajaba en el aeropuerto; negra estaba ya de dindondin y de guiris que no sólo creen que lo sabes todo de allí, en particular de dónde salen sus vuelos respectivos (yo qué sé señora, hay 200 puertas de embarque, mírelo en una pantallita de esas, yo vendo libros) sino que además están seguros de que hablas su lengua, cualquiera que esta sea.  Tengo ya elaboradas unas 1000 caras de no-entiendo-nada-de-lo que-me-dices diferentes y ninguna de ellas es suficientemente efectiva como para que dejen de hablarme en lenguas que no conozco. He de reconocer que a veces les entiendo y hago como que no, pero quién no.
Total, que iba ya negra. Al entrar en el tren no había sitio, la partida se había jugado mucho antes de que yo llegara, y sólo faltaban por acomodar unos 50 kilos de equipaje per guiri en un espacio ya de por sí saturado. Por otro lado, el ambiente festivo del friday night había subido los decibelios de las voces de los que ya estaban acomodados, como si con el tiempo el vagón se fuera convirtiendo paulatinamente en una verbena de pueblo.
Y digo yo: ¿qué necesidad tenía yo de saber que el grupo de amigos gays sentados detrás de mi planeaban irse a Berlín a pasar un finde, pero que Jesús decía que era mucho mejor ir entre semana porque iban a gastarse lo mismo pasando más días? ¿qué necesidad tenía de saber por qué venían arrastrando rencillas desde el día que habían planeado ir a la cabalgata del orgullo gay y algo no salió como esperaban? Es más, ¿por qué al girarme hacia otro lado, por humildad, porque mis oídos se empeñaban en oír, tuve que tragarme toda una conversación adolescente de chiquillas que habían tardado horas en ponerse el pelo totalmente vertical hacia abajo, inquebrantablemente liso y tapando de manera sospechosa zonas concretas de su frente o mejillas, acerca de si sus muy mayores padres que tendrían por lo menos, yo que sé, cuarenta o más, sabían o no sabían lo que ellas hacían cuando se iban a estudiar?
Aquello era un despropósito de voces, maletas, olores y estampados que estaba saturando mi sensibilidad decimonónica. Un síndrome de stendhal pero al revés iba a darme y empecé a pensar en la legitimidad de la bomba atómica cuando vi, con anhelo y desconfianza, como un naúfrago intuye un barco en lontananza, que se acercaba mi parada.
Próxima parada: Benálmadena, Arroyo de la Miel. Next Stop: Benalmádena, Arroyo de la Miel.
Por fin iba a salir del infierno. Estaba cansada, sudorosa, aturdida. K.O.
Me acercaba a la puerta, con irrefrenable alegría, para contemplar después extrañada cómo todo el mundo comenzaba a posicionarse junto a las puertas.
A mi me pareció que se bajaron dos millones de personas. Estando de pie en el andén, miré el tren vacío con añoranza, y luego miré delante de mi, a los dos millones de personas (maletas, olores, estampados...) subiendo una estrecha escalera de salida (la escalera mecánica no funciona por defecto, nació muerta) con la única intención de invadir mi pueblo, a golpe de bermudas, voces y carcajadas estruendosas.
Me quedé parada en el andén, como Penélope, y pensé que tirarme a las vías era absurdo porque el tren tardaría media hora en volver a pasar y para entonces podría salir de la estación sin problemas y todo habría pasado. Así que aguardé un poco, cogí el teléfono y llamé.
- Bueno, qué.
- El lunes lo tienes sin falta.
- Sí o qué
- Yo te llamo.
Creí que iba a llorar y patalear y a revolcarme por el suelo, pero se ve que es necesario llegar más lejos para un brote de histeria. Está claro que no quiero llegar.
Sólo puedo añadir que finalmente recuperé el coche (aunque aún le quedan cosas por arreglar) el miércoles siguiente a ese viernes fatídico. Me abracé a su parabrisas, le acaricié los retrovisores y el salpicadero y le prometí que lo lavaría más a menudo. Espero que no me vuelva a abandonar porque no sólo es un medio de transporte eficaz, sino que le quiero. Creo que le quiero.

4 comentarios:

shire y sus infuciones de yerba dijo...

jajaja pobrecita miaaaaaaa......no sabes q pexa de reir me pegao leyendote, a medida q leia se icrementaba un hijoputismo considerable y borderias miles hasta tal punto de verte tranformada en una bestia sin conciencia, llena de ira y odio q destruye todo lo q alcanza la vista ^^. No obstante yo creo q hubiese tenido menos paciencia q tú, mas q na pq como dicen q la confianza da asko pos te aprovexas....exale la bulla de manera sutíl....aunq un consejo q me dice mi padre siempre...con la familia no hagas contratos para dejar a lado los malos ratos.
^^

Munzo dijo...

Si es que, bendita mujer, usted ha caído, como caemos todos, dentro de la espiral malaguita de "mientras todos convirtamos nuestros favores en chapuzas y nadie se pase de listo -por ejemplo, haciendo las cosas bien- todos tendremos pan". Mil veces me he encontrado yo, contra mi voluntad, vendido a este círculo del buen rollo y mil veces me he cagado en lo más sagrado por creer que la gente va a tomarse la confianza como un preciado bien en lugar de la excusa perfecta para despreocuparse y "chapucear" a gusto.

Le digo lo mismo que le dije a su "copain": que Platón a esto diría que vale, que siendo recto y justo le dan a uno por culo masivamente, pero, ¿no le queda a uno el consuelo de saberse recto y justo? ¿El regustillo de saberse noble y buenahente?.. Dos hostias le daba yo a Platón; me iba a tener que despegar de él la policía en tropel y aún así te juro que algún cacho de oreja me llevo.

¡Pero al menos tienes tu coche de vuelta!

Luc dijo...

Señores,
Shirecito, me ha encantado el pareado final, de verdad, si vendieran azulejos con la frasecita tendría uno encima de la puerta de casa, en plan hostil. De momento creo que ha sido "productiva" la experiencia: a)aprendo a valorar lo que tengo y b) por lo más sagrao que voy a intentar escapar de los trapicheos familiares hasta la muerte.

Y Munzo, una cosa te digo, cuidao con Platón que según tenía los homoplatos tendría las manos. Menos mal que el hombre no tendría mala intención, por el tema de la nobleza y la virtud, y pegaría flojito. Pero seguro que tenía un primo fontanero que le dejó la cocina hecha un cisco y lo tuvo empantanado 2 meses y medio, sacándole de quicio. Lo más probable es que esos testimonios se perdieran en algún incendio o alguna catástrofe de esas, justo donde decía que la única excepción a ese gozo en el alma que es ser buenapersona era meterse en temas con la familia. Ahí, señor mío, o esquivas con más cintura que el Juli y te quedas fuera (a salvo) o libras la guerra con saña, a pellizcos y bocaos si hace falta, hasta eliminar al enemigo de la faz de la tierra.
Yo le voy a meter fuego al taller cuando pueda, ahora no que me viene mal, pero cuando pueda.

Anónimo dijo...

Qué buen texto. Gracias.